Comunidades de Práctica y Desarrollo Profesional Docente
Hace ya más de dos décadas que trabajamos con el concepto de Comunidad de Práctica, un concepto que nace de los trabajos de Jean Lave y Etienne Wenger, y que posteriormente este último desarrollará ampliamente en la obra ‘Comunidades de Práctica‘, editada en España por Paidós en 2001.
Wenger sostiene que el aprendizaje es un proceso inherentemente social y que, por tanto, no puede separarse del contexto social en el que ocurre. Situando por tanto sus propuestas en el ámbito de la antropología social y bajo el paradigma del aprendizaje situado, Wenger se refiere a una comunidad de práctica como a un grupo de personas que comparten un interés, un conjunto de problemas, o una pasión sobre un tema, y además profundizan su conocimiento y experiencia a través de una interacción continua que fortalece sus relaciones.
Este tipo de comunidades no responden a modelos jerárquicos, así como tampoco los miembros asumen roles impuestos. En el actual contexto digital, a menudo usan los social media como vía de comunicación y puesta en común de recursos. Por este mismo motivo las comunidades de práctica rebasan hoy las fronteras de las organizaciones, así podemos ver cómo emergen comunidades de práctica integradas por profesionales con una serie de interés o problemas en común, pero que no trabajan en la misma empresa u organización.
La participación en una comunidad de práctica supone adoptar un papel activo en la construcción compartida de conocimiento y es, por tanto, un buen indicador del compromiso no sólo con la comunidad en la que participa sino con su propio desarrollo profesional.
EL CLAUSTRO COMO COMUNIDAD DE PRÁCTICA
¿Podríamos imaginar nuestros claustros escolares como comunidades de práctica? Evidentemente el claustro de una organización educativa responde a una estructura formal, y como el currículo, las normas, los roles, etc. forma parte de lo institucional. Y si bien la institucionalización debería estar al servicio de la práctica, en tanto que es en esta donde las políticas de la organización, los procedimientos, las relaciones de autoridad y todas las estructuras institucionales entran en vigor, no es difícil que el claustro no sólo no se constituya en comunidad de práctica, sino que incluso dificulte o impida la emergencia de comunidades.
En la cultura de muchas organizaciones educativas la figura, y la actividad, del docente responde a un esquema de trabajo en solitario. Una vez superados los trámites relacionados con la organización del curso [asignación de materias y horarios, elaboración de los programaciones, etc.] cada profe entra en su aula, tira de la puerta [no sea que alguien se asome y vea qué hacen en sus clases] y se las arregla como puede. Los claustros de evaluación se convierten en una sucesión de puntuaciones que, con más o menos discusiones, acaban con un consenso sobre quienes promocionan, quienes repiten y a quienes les damos matrículas de honor. Otros espacios institucionalizados [Consejo Escolar, reuniones de departamento, etc.] tampoco contribuyen a generar las relaciones y compromisos que requiere una Comunidad de Práctica.
Lo más habitual es que en los centros convivan pequeñas comunidades de práctica que no siempre tienen capacidad de trasladar sus soluciones a la organización, a veces por el peso de lo institucional o simplemente porque no consideran que sus aportaciones tengan relevancia o puedan ser de utilidad para el resto de la comunidad educativa.
Como muy bien resumen Linda Castañeda y Jordi Adell en El desarrollo profesional de los docentes en entornos personales de aprendizaje (PLE), una comunidad de práctica presenta tres características básicas:
- La identidad vinculada a un dominio de interés común, el cual distingue a los miembros de la comunidad de otras personas que no pertenecen a la misma;
- La interacción consecuencia de la práctica que como profesionales les caracteriza en la búsqueda e implementación de soluciones a sus problemas;
- El compromiso que supone formar parte de una comunidad que comparte tiempo, información y actividades.
Si nuestro claustro no actúa como una comunidad de práctica es porque uno o varios de los elementos anteriores falla. Probablemente la falta de compromiso lleve a una menor o nula interacción y por tanto a la falta de sentido de pertenencia a una comunidad.
Si la creación y consolidación de comunidades de práctica en los centros es un elemento que permite a los docentes abordar su desarrollo profesional en complicidad con sus colegas, el reto para los equipos directivos está servido, ¿cómo podemos conseguir detectar y promover comunidades de práctica en nuestro centro?
¿Y el denominado «claustro virtual», sería una cibercomunidad de aprendizaje (cCA)?