Gracias por dignificar nuestras escuelas

viaje por las escuelas de españa– ¿Usted no sabe que el maestro es de aquí? Me explican–. Ha nacido y ha vivido siempre en Huétor-Vega. Nos conoce a todos y no valen trampas con él. Cuando falta un chico, se planta en la casa: “¡Oye, tú –le dice a la madre– ¿en qué piensas? ¡Ya estás mandando al crío a la escuela! Para trabajar le queda tiempo”. Y las mujeres mandan a los niños, porque comprenden que don Antonio tiene razón, y si no le comprenden, él se lo hace entender. Como esto es tan pobre, algunas familias no tiene más remedio que aprovechar el jornalillo de los chicos. Donde hay dos hermanos, don Antonio les deja que entre los dos completen un jornal; uno por la mañana, el otro por la tarde; pero con mucho tiento, para que los padres no abusen.

Un jornalero, del campo, tercia en esta conversación.

– Los chicos van con gusto, sí, señor: pero Antonio los ha echado a perder: Lo primero que hacen por las mañana es querer lavarse. “¡Espérate al domingo, muchacho! –le digo yo al mío–; como hemos hecho nosotros toda la vida”. Pero, no. Se lavan y hasta piden jabón; de cocina, claro.

Este maestro se llama don Antonio Guzmán García. La mayor parte de sus alumnos son de casas muy pobres, atenidas a jornales misérrimos. Los cuadernos de los muchachos revelan atención, esmero. Cuando salen temprano de la escuela, todavía se los ve en el poyo de la plazoleta, junto al olmo, despachando sus deberes con afán. Es un paisano, un compañero, un amigo, tanto como un maestro, quien los enseña, y trabajan con fe. El maestro fue nombrado alcalde y sirvió el cargo dos o tres meses; pero comprendió que era difícil atender tantas cosas a un tiempo. El entusiasmo por su profesión le impide ver toda la miseria de su escuela; y, en efecto, cuando está en ella, él la dignifica.1

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Así relataba el periodista, escritor y pedagogo Luis Bello su visita a la pequeña y mísera escuela de Huétor Vega en 1926. Una escuela que se hacía grande por su joven maestro, Antonio Guzmán García. Tan sólo unos meses antes, ese mismo año 1926, Luis Bello había iniciado un proyecto que le llevaría durante los siguientes tres años a recorrer España. El periodista visitaba escuelas y conversaba con maestros y alumnos, compartiendo sus crónicas a través del diario El Sol. Crónicas en las que denunciaba la precariedad de la escuela nacional, despertando así el interés de sus coetáneos por mejorar la enseñanza.

Casi 100 años después la escuela de Huétor Vega nada tiene que ver con aquella escuela “triste y lóbrega, mal ventilada, mal alumbrada”, como la describe el cronista. Tampoco el pueblo ni sus ciudadanos y ciudadanas. Ya no es pueblo de jornaleros, pero nos sigue enorgulleciendo nuestra Vega, nuestras acequias y el cariño con el que los mayores aún siembran en sus huertos habas, alcachofas y cebolletas.

Casi 100 años después de esa visita puede que alguno de nuestros mayores aún recuerde a este maestro a través de las historias que le contasen sus padres. O quizá siga siendo vecino de Huétor Vega algún nieto o bisnieto de este maestro.

foto_art_El_Maestro_01Casi 100 años después de este emocionante relato que hemos recuperado, podemos seguir celebrando los grandes maestros que hemos tenido en Huétor Vega. Y me gustaría nombrar a uno, ya jubilado hace más de una década, que aún sigue con nosotros y que será recordado durante varias generaciones, a través de historias contadas de padres a hijos. Me refiero a don Eduardo Ruiz Dorizzi. Un maestro que, aunque no nació en Huétor Vega, sí que ha vivido la mayor parte de su vida aquí, desde que le trasladaron desde su escuela de Olvera (en Cádiz) hasta Huétor Vega a comienzos de los años ochenta, donde vino con toda su familia para hacerse hueteños.

Pocos maestros de su generación vivían en Huétor Vega, pero ninguno como él ha hecho tanta vida en el pueblo. Un par de generaciones han pasado por sus aulas, y sus alumnas y alumnos le siguen recordando con cariño y le saludan cuando coinciden con él en cualquier lugar. Y don Eduardo siempre les pregunta por sus hermanos y hermanos, y por sus padres, o hace gala de su buen humor recordando alguna anécdota: “qué travieso era”, o “no había forma de que estuviera en clase sin chinchar al compañero”, o “era muy trabajadora”.

Don Eduardo llevó a sus alumnos de viaje a Ronda, a Toledo o Mérida, haciendo también escuela con las experiencias de aprendizaje que suponía explorar el mundo más allá de los límites de Huétor Vega o de Granada. Y despertó el interés por la magia en una de nuestras paisanas más internacionales, Inés Molina (Inés la Maga), que le tiraba de la chaqueta a don Eduardo para que hiciera desaparecer, una y otra vez, una moneda en su codo.

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En estos tiempos tan difíciles es bueno que, además de a los sanitarios, miremos con cariño hacia las maestras y maestros de nuestras escuelas, hacia los profesores y profesoras de nuestro instituto, y valoremos el extraordinario esfuerzo que han hecho para seguir ayudando a nuestros hijos a seguir aprendiendo. Porque, en realidad, lo más relevante de una escuela no son las paredes, ni las pizarras, ni los patios o los ordenadores. La escuela es grande por sus maestros y maestras. Y sirva este artículo para reconocer el trabajo de todos ellos y para homenajear a dos de los más grandes que ha tenido nuestro pueblo, don Antonio Guzmán García y don Eduardo Ruiz Dorizzi. ¡Gracias por dignificar nuestras escuelas!


Publicado originalmente el 30 de agosto de 1926 en el diario El Sol, periódico editado en Madrid entre 1917 y 1939, y posteriormente incluido en la colección de libros «Viaje por las escuelas de España».


Artículo publicado con el título «El maestro» en la revista Huétor Vega Gráfico nº49 (julio de 2020).

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